STUDIA HUMANITATIS JOURNAL, 2024, 4(1), pp. 132-151
ISSN: 2792-3967
DOI: https://doi.org/10.33732/shj.v4i1.111

Artículo / Article

Miscelánea
Miscellaneous section

LA NECESARIA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL CARISMA. BUROCRACIA Y CAUDILLISMO DURANTE EL RÉGIMEN FRANQUISTA1

THE NECESSARY INSTITUTIONALIZATION OF THE CHARISM. BUREAUCRACY AND CAUDILLISMO DURING THE FRANCO REGIME

Juan Carlos Sales

Universitat Jaume I, España
ORCID: 0000-0002-0984-271X
jusales@uji.es

| Resumen |

La presencia de burócratas dentro de cualquier sistema político no garantiza, per se, que este sea un sistema organizado racionalmente en el sentido de una dominación legal. Por ejemplo, la cúspide del poder político franquista estuvo mayormente copada de personas que, además de la lealtad a la ideología del nuevo Régimen, se caracterizaban por pertenecer al cuerpo mismo del Estado. Sería erróneo, sin embargo, atribuirle las características de una administración racional y moderna: el sentido de este tipo de burocracia es muy diferente al uso estrictamente político del mismo. Para determinar la esencia política que opera en los mandos del franquismo es conveniente especificar antes el proceso de la toma de decisiones: en quién recae ese poder y bajo qué presupuestos se ejecuta.
Algunas comparaciones con las teorías sustentadoras de este procedimiento con las teorías sobre la dominación y la legitimidad ofrecerán la clave real de la finalidad reformadora de algunos agentes del Régimen, concretada en las reformas político-administrativas de los años 50 y 60. Tras estas reformas, la legitimidad adquirida estará posicionada en la racionalidad burocrática y las leyes procedimentales, sin que de ello se suceda necesariamente la instauración de un Estado de Derecho ni premisas democráticas.

Palabras clave: Burocratización; Franquismo; Caudillismo; Legitimidad política; Max Weber.

| Abstract |

The existence of bureaucrats in any form of political system does not guarantee itself its nature as a rationally organize system in the way of legal domination. For instance, the top group of the Francoist political power was largely occupied by people characterized for being part of the public service, apart from being loyal to the new Regime as well. It would be wrong, however, to attribute to it the characteristics of a rational and modern administration: the meaning of this type of bureaucracy is very different from the strictly political use of it. In order to determine the political essence that operates at the management of Francoism, it is convenient to specify beforehand the decision-making process: on whom does that power fall and under what budgets is it executed?
Some comparisons with the theories supporting this procedure with the theories of domination and legitimacy will offer the real key to the change of some agents of the Regime, concretized in the political-administrative reforms of the 50s and 60s. After these reforms, the acquired legitimacy will be positioned in bureaucratic rationality and procedural laws, without necessarily leading to the establishment of a rule of law or democratic premises.

Keywords: Bureaucratization; Francoism; Caudillismo; Political legitimacy; Max Weber.

| Introducción. El sentido de la burocracia como política |

Jesús María Rotaeche y Rodríguez de Llamas (1889-1970) fue Subsecretario de Marina Mercante durante el franquismo. El cargo se creó en 1942 para sustituir en funciones a las Direcciones Generales de Comunicaciones y Pesca Marítima. Siempre mediante decreto, y aunque sus tareas dependieran directamente del Ministerio de Marina, la elección del subsecretario se había de producir expresamente a través del acuerdo entre Industria, Comercio y Marina. La disposición jurídica dictaba, además, que el nombramiento recaería necesariamente en un oficial de rango de capitán de navío o de almirante. Siguiendo el procedimiento de este modo, el 13 de marzo de 1942 el capitán de Navío Jesús María Rotaeche cesaba como director de Comunicaciones Marítimas y se convertía en el primer subsecretario de Marina Mercante de la historia de España2.

Que la naturaleza de esta subsecretaría tuviera como imperativo legal la designación de un marino de guerra no es, en principio, algo históricamente destacable3. Sin embargo, dos perspectivas acerca de este mismo hecho son útiles a los objetivos de este estudio. Ante todo porque el subsecretario Rotaeche había pertenecido, al menos desde 1930, al cuerpo de funcionarios del Estado: su brillante trayectoria como marino e ingeniero le llevaron a obtener reconocimientos como la Orden de Santiago -Dignidad Trece- para finalmente diplomarse en Estado Mayor, entrando de lleno en relaciones internacionales de gran calado y, posteriormente, en asuntos ministeriales. Por otra parte, cabe recordar que la elegibilidad como subsecretario provenía de su experiencia como marino de guerra, ya que el puesto quedaba restringido a la probatura de la carrera y sus específicas cualidades técnicas. Para resumirlo, dos habían sido al menos las características por las que se había producido el ascenso, ligadas a la condición de su pasado como marino de guerra: la pertenencia a un cuerpo funcionarial y el puesto como consagrado experto asociado a tal cuerpo.

A partir de aquí podrían sugerirse algunos análisis cercanos a la teoría política, en relación con la adecuación de este cargo y de otros similares al ámbito público franquista de esta época, como que su legitimidad venía ciertamente “dada por su competencia técnica” (González Cuevas, 2007, p. 35). Parece innegable que con ello se buscara una resolución eficaz a los retos concretos de un determinado ministerio, en la senda de la “relación armónica entre la política, la técnica y la burocracia” con la que lograr “la correcta marcha de los mecanismos del Estado” (Cañellas, 2016, p. 15), consiguiendo por lo demás un feliz manejo “profesional y técnico” de la política. La acción política del subsecretario Rotaeche podría quedar así concebida como una suerte de “administración del patrimonio común” dada su excelencia técnica, imputable solo “a los gestores profesionales” como él (González, 2016, p. 317)4.

Al contrario de lo que podría pensarse, el de esta subsecretaría no es un caso excepcional dentro del franquismo. Más instancias gubernamentales, y aún de mayor grado, fueron reclutadas entre funcionarios de carrera, llegando a copar los cargos ministeriales y sus resortes de poder no solo administrativos sino políticos, hasta el punto de que el franquismo ha podido ser considerado, a este respecto, un “régimen burocrático” (Beamtenstaat)5. Los ministerios y subsecretarías de la dictadura se ocuparon desde su inicio con abogados del Estado, diplomáticos, catedráticos de universidad, ingenieros y militares, en porcentajes variables dependiendo del lapso temporal pero siempre sobrepasando el 60%. En otros gobiernos, como por ejemplo los de los años 50, se llegó al 100% de “burocratización” (Álvarez, 1984, pp. 8-9, 33).

Pero ¿en qué sentido debe entenderse esta apelación burocrática sobre el franquismo? Si nos atenemos a algunos de los principales estudios dedicados a la manera en que el Régimen basó su legitimación6, el sentido de esta recae en dos vertientes principales: una legitimación proyectada desde una victoria militar (levantamiento en armas y posterior Guerra Civil) a favor de unos ideales contrarrevolucionarios, negadores del compromiso ante la Modernidad entendida como ilustración y progresismo; y, por otra parte, una actitud catolizante y providencialista que proyectaba en el Régimen y su Caudillo un halo de legitimación ultramundana, basada en las prebendas concedidas por la Iglesia católica española. Así las cosas, la presencia de burócratas no significa que el Estado franquista tuviera un cuerpo administrado racionalmente, al modo de las clásicas organizaciones burocráticas deudoras de las teorías sociológicas del poder que más adelante se detallarán.

Por lo que respecta al franquismo, desde su origen subsumió la estructura administrativa en el seno del Movimiento Nacional, organizándose mediante delegaciones y direcciones provinciales (Giménez, 2014b), siendo las Cortes y la Junta política el centro neurálgico de la toma de decisiones. El sindicato vertical -otra de las organizaciones administradas por el falangismo- hacía lo propio a nivel laboral7 y, en cuanto a la autoridad de los grupos católicos, estos se limitaron en principio a terrenos como la educación y la moral social.

Sin una estructura racional de base, el franquismo operó mayormente de manera contraria al principio burocrático weberiano: el personalismo del caudillo barría cualquier deseo de mando político diferente al tradicional o caudillista, mientras que la legitimidad del cargo no quedaba exenta, ni mucho menos, de la asignada por un providencialismo que encumbraba el mandato carismático. Por el contrario, la caracterización precisa de una organización propiamente burocrático-racional se ha de buscar, principalmente, en la ideología político-jurídica de los sujetos políticos que conforman los gobiernos a partir del año 57, y cuya aspiración institucionalista constituye el inicio formal de la etapa desarrollista en la España de Franco. Bajo este proceso de reforma legislativa se encuentra la clave comprensiva en cuanto a la burocratización -políticamente real- del Régimen. Esta es la tesis que se defiende aquí.

Así, para empezar este estudio de reconversión jurídica, la cuestión principal va a recaer en la caracterización de un régimen que ha podido ser considerado como “burocrático” no por la existencia de personas a cargo del Estado cuyas tareas caen en la regulación política del propio Estado, sino principalmente por el grado de racionalización que se asume en la esfera política, y que en España acontece en forma de una singular institucionalización jurídica8. Tales modos de actuación responden en última instancia a un modo protoformal de entender la regulación legal del poder franquista; una regulación que llegó de la mano de nuevos planes jurídicos de los años 50, cuya insignia fue la Ley de Reforma jurídica del año 1957.

Cabe aclarar que no se va a realizar un recorrido por el concepto de burócrata en este artículo, ni se va a analizar la presencia histórica de cierta burocracia administrativa en España, para así ahorrarnos la ingrata empresa de determinar de una vez por todas qué sea la “burocracia”. Baste decir que se empleará aquí principalmente la conceptualización que durante los años 60 y 70 del siglo XX produjo una abundante literatura en torno a los modos de organización resueltos como “burocráticos”, y que incluía desde las nuevas perspectivas del management estadounidense hasta la examinación regulativa de los partidos soviéticos y sus respectivos burós. Lo más relevante para el fin de este estudio es ahondar tanto en los nuevos procedimientos de gobierno durante el franquismo como en la legitimidad sobre la que su política quedaba respaldada.

Siguiendo esta lógica, será oportuno transitar por algunas preguntas-clave, más que por la vía de la genealogía conceptual; cuestiones precisas que ya se hicieran los expertos en la política burocrática, y que encajan adecuadamente con la concreta y real existencia del poder ejecutivo franquista -y desde las cuales pensar este cambio de paradigma político- como por ejemplo si el cuerpo legislativo legisla efectivamente o se limita a legitimar pro forma proyectos legales elaborados por el aparato burocrático, o si el gobierno está compuesto mayormente por funcionarios de carrera, sea nombrados por una instancia superior marginal a la organización burocrática, sea como resultado de un lucha por el poder desarrollada dentro de los límites de la capa superior de la organización burocrática9, etcétera.

| Poder y burocracia en Max Weber |

Partamos de un axioma inicial: el estadio burocrático, la dominación centrada en la legalidad, el agente racional como ejecutor principal de las decisiones, el proceso administrativo como fórmula de coordinación y dirección estatal, etcétera, solo son variables que investigar aquí en tanto que conforman un centro de poder específico y, por lo tanto, son instancias de un fenómeno plenamente político10. Quién detente el poder y, en consecuencia, de qué tipo sea la dominación política sobre el resto, es lo que importa resaltar en este trabajo. Tal enfoque, pretendidamente recogido de la óptica sociológica de Max Weber, es fundamental porque siempre se pivotará en torno al poder del sistema concreto a estudiar -en nuestro caso, quién manda políticamente en el aparato franquista- lo que determinará sobre qué tipo de legitimación se está gravitando. Así, el poder en este sentido11 se corresponde al modo en el que una dominación se legitima ante la sociedad y, por tanto, la pregunta va a recaer en quién ostenta ese poder según la dominación que se está produciendo.

Es por eso que aquí la burocracia, entendida como el modo instrumental que utiliza el poder para subsistir (organización administrativa, mero engranaje racional), no será un factor fundamental; más bien se quiere aproximar a lo burocrático como un agente principal de dominación (la legitimación racional, propiamente burocrática). La categorización de un sistema político como representación ideal es lo que permite, siguiendo a Weber, describirlo cuando se da como momento político empírico, en este caso en la España franquista. Esto es útil porque, con su ya clásica tipología de la dominación política, Weber detalla la específica relación entre el “gobernante” y el aparato administrativo, siendo dos los criterios fundamentales de la dominación política de las masas: la legitimación del poder y su correspondiente organización administrativa.

Se hace necesaria aclarar una cuestión metodológica antes de proseguir, y es que se debe estar prevenido en cuanto a las críticas que se le hicieron especialmente en torno a la dificultad de determinar empíricamente lo que es un “tipo ideal”. Errores en la interpretación de los textos sociológicos de Weber se dieron ya desde las traducciones inglesas, especialmente desde académicos estadounidenses. Precisamente Talcott Parsons (1984), un discípulo aventajado, fue crítico con las debilidades argumentativas de su maestro en la definición y aplicación de los tipos ideales en cuanto a meras “ficciones metodológicas” y a otros de sus productos teoréticos. Dicho esto, y teniendo en cuenta algunas críticas posteriores desde diferentes corrientes, que en cierta medida quisieron contrarrestar la naturaleza histórica de la sociología weberiana (Cohen, 1975; Soo y Munch, 1979), se va a transitar por su senda normativa. La profundidad del análisis de Weber y las herramientas que legó nos ayudarán a ver cómo la legitimación se caracteriza dependiendo de la organización política a nivel administrativo y en torno a la toma de decisiones, y que por supuesto responde a una más abstracta forma de dominación.

Entrando ya en materia, para Weber solo la ley provee de legitimidad dentro de la dominación legal. Para una legitimación similar de este tipo, el franquismo pudo inicialmente asentarse en dos pilares “legales”: uno es la disposición jurídica por la que Franco solo respondía, en la conformación de las leyes básicas, ante Dios y la Historia (con lo que quedaría anulada la disposición metafísica de la ley general entre gobernado-gobernantes); el otro es la existencia retórica de un tributo a la ley por parte del sistema franquista, aunque obviamente siempre se habla acerca de una ley proveniente de los principios fundacionales surgidos del 18 de julio.

Así las cosas, la legitimación política que respaldaría al franquismo no podría ser tanto la legal (o burocrática, o racional), sino que se ajusta, a primera vista, a la descrita por Weber como tradicional. Juntando a ello la necesidad epocal de una figura autoritaria que guiara -acaudillara- a las masas, una legitimidad carismática tan acorde a los regímenes fascistas también cobra protagonismo. ¿Se puede unir una legitimidad tradicional a una carismática? A este respecto, Weber no limitó en ningún momento la posibilidad de que en el curso de la historia se dieran convergencias de lo más destacables; al fin y al cabo, un tipo ideal es una mera construcción teórica -pura, ficcional- que no puede plasmarse como tal en la siempre convulsa realidad social. Por ello es razonable pensar en la posibilidad de una mezcla entre varias características de dominaciones y legitimaciones.

¿Cabría preguntarse, siguiendo el sentido weberiano, qué tipo de legitimación política específica corresponde al franquismo? Pues, como vimos, su estructura organizativa ha podido ser descrita múltiples veces como un sistema burocratizado, y siendo que la dominación legal es la única que se corresponde con una organización administrativa burocrática (Bañón, 1978, p. 51), no cabría más que otorgar al franquismo una seña de legalidad o racionalidad quizás demasiado inverosímil. Sin embargo, la legitimación que nunca pretendieron ocultar los mandos franquistas fue la surgida de la Guerra Civil. Cierto que la victoria de la sangre, la de los cruzados frente a la anti-España, revistió siempre una pátina providencialista, pero la causa última de la guerra fue devolver al país a un estadio político reaccionario que la aunara con el sentido puramente “español”, lo cual no significaba otra cosa que retornar al sino tradicionalista. La lucha contra la ideología moderna en su totalidad era su proclama más esencial, lo cual implicaba tanto la vertiente imperial como la católica.

| Teología católica e institucionalización del carisma |

En una posible simbiosis de legados ideológicos, el mismo Weber analizó un tipo de formulación que a la postre le serviría grandemente como punto de reflexión en sus estudios sobre sociología de la religión: la dominación burocrático-carismática.12 El ejemplo para Weber es la Iglesia católica, que precisamente es una institución tan representativa del franquismo y su incombustible clericalismo. La dominación burocrático-carismática es ciertamente particular: hay organización, pero esta responde a un criterio de fe. Pero es obvio que el franquismo no tenía una estructura política como la de la Iglesia. El regreso a una teología política pura desde la óptica tradicional es una quimera dentro de un Estado moderno del siglo XX. Los principales fascismos pudieron incluso revestirse de poderes cuasi divinos, pudieron detentar suavemente los poderes papales, pero no utilizaron la estructura teológica para su Leviatán, pues este requiere de un pensamiento ordenador moderno, cuya estirpe todavía logra resistirse a la unión entre conciencia y Estado13.

Y, sin embargo, la imposibilidad de trasponer un modelo teológico a una estructura secular y moderna como es el Estado no evitó que las categorías de uno fueran adaptadas conceptualmente al otro. La organización de la Iglesia pudo ser imitada en ciertos aspectos en los sistemas políticos seculares, siendo así que una corporación carismático-burocrática sirve de modelo a la del Estado occidental (García-Pelayo, 1982, p. 27). De este diagnóstico proceden también las famosas tesis sobre la Teología Política que popularizó Carl Schmitt (2009), cuyos argumentos y liquidaciones fueron multiplicándose a lo largo del siglo XX.

El franquismo no podía escapar del sentido del Leviatán hobbesiano: no puede dejar de ser un Estado moderno, por mucho que se pretendiera retornar retóricamente a un pasado de teología política de corte medieval e imposible de implementar. El Leviatán del primer franquismo estaba siendo organizado, aunque en principio lo fuera mediante una dominación más clásica o tradicional en torno a centros de poder demasiado apegados al reciente botín de guerra y a las complicaciones propias de la inestabilidad internacional.

Como vemos, la legitimidad basada en el carisma católico no era plenamente capaz de ser el detentor de la legitimidad en un Estado que aspirara a igualarse a sus semejantes fascistas. El Estado y su configuración moderna, aparte de las propias características geopolíticas e históricas de España, lo impedían. La figura carismática que alentara a las masas para la revolución social (en este caso, bajo una paradójica misión tradicional) tan característica de este tercio de siglo podía llevar al sistema a una dominación bajo el amparo de un líder carismático; pero tampoco Franco lo era (Duque, 2012).

Se podría decir, entonces, que el franquismo fue capaz de interrelacionar la legitimidad surgida de estos dos tipos de dominación: la tradicional y la carismática. La tradicional porque, aparte de que el tradicionalismo ideológico constituía un eje de la retórica del Régimen, no poseía unas reglas bien definidas para la regulación del sistema político, algo que se pretendía subsanar mediante el proceso de institucionalización posterior. La carismática provendría de la imagen pública del Caudillo como enviado por la gracia divina, algo que en el simbolismo fascista y nacionalcatólico quedaría patente.

La intención teórica que fundara el centro político más visible y ejecutor del franquismo ideológico primigenio, es decir, la Falange, se basó precisamente en la convergencia de un sentido tradicional con una unidad de mando carismática que guiara a las diferentes corrientes de la verdadera España ante su momento histórico. De esto precisamente se trató el caudillismo pretendido por Franco, si bien quizás solo de forma retórica. El gran teórico español que condensará las corrientes legitimadoras para el Nuevo Estado que surgía de una guerra fue, sin duda, Francisco Javier Conde. Donde la racionalización liberal había fallado, surgiría él para servirse del realismo político.

| Teoría del caudillaje: política contra institucionalización |

Francisco Javier Conde condensa en el plano teórico el estadio jurídico-político del franquismo que representa las bases falangistas del Movimiento Nacional. Otros protagonistas del ensamblaje teórico de la representatividad y estructuración estatal del Régimen, como Luis Legaz Lacambra, Juan Beneyto o Eugenio Vegas Latapié son lecturas inexcusables si se quiere entender la naturaleza política del franquismo desde sus propios formadores históricos. Ahora bien, en cuanto a la pretensión de un caudillismo singular -y en cierta manera novedoso en su formulación- dentro del franquismo, Conde es quien elabora el más relevante intento de legitimación y quien más incide en esta labor (Moradiellos, 2016).

A nivel teórico, el esfuerzo de Conde por crear un profundo sistema del caudillaje se corresponde con la dominación carismática, alternando también parcelas de la dominación tradicional. Unido a su voluntad de traspasar la ventana de la simple teoría reaccionaria, por la que devendrán caminos de superación y “progreso” no siempre libres sospechas debido a su pasado14, la tarea de crear una arquitectura de poder aplicada al momento histórico-político es, con independencia del resultado, hercúlea. La misión requería ímprobos ejercicios de síntesis teórica, no exenta de retórica legitimista y en ocasiones contradictoria, en torno a las virtudes del caudillismo junto a la promesa de avanzar dentro de los nuevos tiempos posbélicos.

Conde se encuentra siempre en consonancia con las teorías programáticas del fascismo europeo, pero se encarga -mediante una contundente apelación a la característica tradicionalista propia de un caudillo- de diferenciar a Franco de los líderes fascistas demasiado alterados por la recurrencia moderno-hegeliana del totalitarismo (Conde, 1942, pp. 36 y ss.). Tanto Hitler como Mussolini son figuras que recurren a la dialéctica líder-masa, empujando a la Historia y sus pueblos en misiones todavía idealistas. El desarraigo con la simple persona -humilde patriota- es sintomático de la deuda decimonónica, y Conde se esfuerza en hacer notar que la actitud del Caudillo para con su pueblo es muy otra. Todo ello se corresponde con un sentido trascendental del que dota una teoría superadora, casi mística y en ocasiones en exceso metafísica, regada de sentencias suarecinas, en donde la inmanencia (que él achaca a la nuda racionalidad) se sabe incapaz de legitimar nada realmente válido. La legitimidad no puede provenir entonces de un sistema demoliberal; más bien piensa Conde en la unidad de destino que, superadora toda razón, encarna la “España en armas” (Reig Tapia, 1990, p. 69).

Desde luego que esta concepción de dominación política se desprende de una corriente más amplia, en la órbita del realismo político, que se hizo fuerte durante los años 20 y 30 en Europa, como fue el “decisionismo”. El auge decisionista se enmarca dentro de la crítica al normativismo liberal en una época de violentas críticas a los sistemas parlamentaristas y constitucionales. Su más insigne representante, Carl Schmitt -a la postre maestro de Conde-, ve en el caudillo fascista un guardián del derecho que funda la legalidad nacional, y que está en condiciones de hacerlo porque manda allí donde la fría norma ha dejado de fungir como tal (Schmitt, 2016, p. 115). Esta dependencia personalista es semejante a las posturas de dominación tradicional o carismática (Serrano, 1994, p. 99).

El signo fundacional de lo político como un campo autónomo del resto de realidades sociales es una de las lecturas claves que Conde extrae de Schmitt. Se podría pensar entonces que Conde no solo intervino efusivamente en la teorización del caudillismo político que guiara la nueva etapa española (una tarea, digamos, de creación), sino que quizás también pensó su contribución como un modo de no caer de nuevo en los terrenos liberales que ya para mediados de los años 40 parecía destinado a ser el signo de los tiempos. Él era consciente de que el giro hacia el impersonalismo, propio de la mentalidad política moderna, ya ha determinado lo político como una esfera más del sistema social, relativizándolo y convirtiéndolo en una parte de la sociología (Molina, 2011, p. 22). Tal impersonalismo era un problema radicalmente moderno en cuanto a liberal, y Conde siempre se lo reprochó al gobierno de la Segunda República bajo el peyorativo término de “nomocracia”.

En este sentido, uno de los ataques que desde la guardia falangista se hacía los “institucionalistas” nacional-católicos puede resumirse en la despersonalización de lo político:

La consecuencia, señala Conde (siguiendo estrechamente a Max Weber y sus doctrinas sobre el paso de la autoridad personal carismática al proceso moderno de racionalización) es que la vida política viene entonces supeditada a leyes causales, computables por el cálculo científico, de modo que al final todo acaba por ser considerado como un mero símbolo de la explotación económica15. (Duque, 2012, pp. 210-211)

En efecto, todo proceso de institucionalización bajo normas alejadas de esa trascendencia proveniente de la legitimación tradicional-carismática significa, para el nacionalsindicalista, la triste condena de un Régimen que había luchado por no subsumirse en el racionalismo del orden que todo lo cuantifica, y que por ello ha caído sin remedio en la maldición moderna de ofrecerse al verdugo económico.

De todas formas, más allá de lo enrevesado de esta defensa teórica, lo conveniente aquí es retener que el personalismo caudillista, que es más propio de los tipos ideales carismático y tradicional y que compone el sedimento de la política franquista en sus inicios prefigurando los votos del Movimiento falangista, es una forma que políticamente se contrapone a la institucionalización por mucho que esta tenga como objetivo perpetuar los designios autoritarios del Régimen (o pasar de la persona a la institución).

Lo que disuelve todo concepto caudillista es, al fin y al cabo, la creencia en la “regla”, porque significa menguar la capacidad personalista de dirigir todo un país por medio de ideales puramente míticos, providenciales o carismáticos16. Esa sensación de designio histórico tras haber derrotado al enemigo antiespañol decae, siendo este es uno de los grandes temores del falangismo combativo. Y sin embargo conviene entender que el institucionalismo racional -que Conde había señalado como la base de la democracia moderna y su impersonalismo legal, así como de la “nomocracia” republicana- no solo responde a criterios de dominación dentro de un marco democrático; la vía de la institucionalización de una ley puede llevarse a cabo en el espacio de un sistema estrictamente autoritario, como en efecto fue el caso del franquismo. Así, la despersonalización a favor de la ley y en contra, por tanto, del caudillismo lato, no significa en ningún caso una necesaria conversión a la normalidad democrática ni la asunción de un marco de Estado de Derecho. O dicho de otro modo, la modernización de las estructuras políticas y administrativas del Estado no conlleva aparejado la presencia directa de presupuestos democráticos, si bien a largo plazo estas pequeñas grietas en la normalización legislativa y funcionarial pueden desarrollar, de acuerdo a un contexto favorable, una creciente participación popular y una menor restricción de derechos fundamentales. Es por ello que no estoy de acuerdo con la aseveración inicial de Miguel Ángel Giménez (2014a) cuando en su artículo Autoritarismo y modernización de la Administración Pública española durante el franquismo escribe, a propósito de la administración franquista, que “aunque la ineficacia de este modelo, que desatendía los intereses generales, trató de ser corregida a partir de la década de 1950, los intentos por reformar la Administración chocaron con la esencia autoritaria del régimen, que obstaculizó su modernización efectiva”. Se podría entender equivocadamente entonces que de la modernización “efectiva” de la administración -y de su correlativo político- se colige una disminución en las cotas de autoritarismo. Sin embargo, lo que se ha querido mostrar aquí es que el modo de dominación -ora ligado hacia el caudillismo, ora hacia el burocratismo racional- no determina de suyo la impronta misma del autoritarismo que determina un sistema político.

Del mismo modo habla Manuel Villoria (1999), buen conocedor de la administración pública española, de que el franquismo constituye un “modelo de Estado en el que el respeto formal por la ley y su cumplimiento estricto por la Administración trataban de ocultar que la propia ley tenía su origen en un Parlamento no elegido por el pueblo y controlado férreamente por el ejecutivo y los cuerpos de Élite”. Encontramos aquí, igual que antes, la tendencia a comprender la organización racional-burocrática como un supuesto político salvable únicamente si se somete a la óptica democrática17.

| El proceso de racionalización del franquismo |

En ese breve repaso desde la burocracia franquista hasta la transición continúa el profesor Villoria (1999, p. 101) poniendo el acento en el proceso de “despolitización”18 que se había dado en el Régimen durante los años 50, especialmente con la aprobación de leyes que le conferían al franquismo una imagen de Estado sujeto a Derecho. Así, para el nacimiento de las leyes estatales acordes al ritmo europeo nada había mejor que “neutralizar el propio partido -el Movimiento- el cual estuvo también controlado en sus puestos directivos por dichos burócratas. Franco, en consecuencia, delegó en las élites burócratas la gestión de su régimen, eso sí, sin perder nunca el control último del mismo”.

De esta explicación se desgajan, sin embargo, dos preguntas que no se contestan a lo largo de ese texto. La primera es por qué es relevante disminuir el poder del Partido, especialmente si ya estaba siendo domeñado por la creciente burocracia. La segunda es qué tipo específico de “control” nunca perdió Franco, si el poder legislativo, administrativo y ejecutivo estaban de facto con los burócratas.

La primera cuestión se desprende de lo explicitado antes: aunque haya efectivamente burócratas, no significa que el régimen, si quiera el Partido mismo, estuvieran burocratizados políticamente hablando. Es por eso que la distinción weberiana que se ha realizado resulte fundamental en este aspecto. Pero aun así es lógico que se deseara “disminuir” el poder del Partido, en tanto que por aquel entonces su falangismo entroncaba con una concepción ideológica del Estado diferente a la de otros grupos que proponían un modo alternativo de entender las mecánicas del poder dentro del franquismo. Menguar la capacidad de las bases del Movimiento Nacional venía a significar extraer parcelas de poder político falangista -caudillista- para diseminarlas en la rigurosidad legislativa de la que solo los burócratas cercanos a la corriente integrista eran capaces de dominar.

La segunda cuestión, relativa al peso de Franco en la actividad política, se avista en aquella sentencia schmittiana entorno a las formas monárquicas modernas: le roi règne mais il ne gouverne pas. El rey podía reinar entonces, pero eso no significaba necesariamente que gobernara de facto. Naturalmente, esto contradecía a los dictámenes fundacionales que el franquismo había trasmitido. Desde el reciente Instituto de Estudios Políticos -una de las instituciones que más intensidad política producía en la España del primer franquismo- se hacía hincapié en 1942 que en el país no había división de poderes, sino que había división de funciones: en España la división de poderes quedó disuelta al formalizarse el mando de Franco (decreto del 24 de julio de 1936), desde donde asumía todos los poderes del Estado (Jordana, 1942).

Esta ambivalencia sobre el manejo institucional y la predilección por el mando unitario de Franco auspiciado por la Junta Política, vinculada a la estructura falangista, coincidió con el último intento de “refalangistización” de José Luís Arrese en los años previos a las reformas jurídicas. Los planes de Arrese para el futuro de España incluían la dominación preponderante de la política por Falange, la reestructuración del gabinete ejecutivo a favor de aspiraciones autárquicas y totalizadoras y una sucesión de gobierno siempre dentro de las directrices del Movimiento Nacional; todo lo cual encontró, como se sabe, una amplia contestación desde los sectores monárquicos y católicos19. Las críticas a unos planes excesivamente falangistas introdujeron la necesidad de elaborar un camino propio hacia la institucionalización contraria a los designios de Arrese, y que fue posible toda vez que Franco desequilibró la balanza en favor de Carrero Blanco.

Por ello mismo también ha de entenderse la estrategia de los creadores de las nuevas leyes de los años 50 como la manera legal y progresiva de eximir de funciones espontáneas al Jefe del Estado y subsumir las decisiones funcionales en los cauces de unas leyes estables, basadas en la legalidad abstracta y con cierto regusto europeizante. En este paso desde la política carismática/tradicional a la racional es interesante rescatar la reflexión que Nicos Mouzelis, gran estudioso de los sistemas burocráticos, realiza sobre tales transiciones: “en el tipo carismático de dominación, el centro de tensión e inestabilidad se encuentra en el proceso de despersonalización del carisma, del mismo modo que la descentralización es el mayor problema del tipo de dominación tradicional” (Mouzelis, 1991, pp. 26-27). Esto quiere decir que en la normalización o rutinización del carisma primigenio opera una despersonalización, fundamento de la “nomocracia” para Conde. Pero va más allá: la descentralización del poder real es un estadio asimismo insalvable para la ganancia de las redes burocráticas. Todo esto es, al fin, la meta que se quería alcanzar desde la reforma del 57 en adelante. La concentración formal del poder en la figura de Franco era innegable, pero ya se había cruzado el puente entre la todopoderosa figura del Caudillo y una gobernación de iure más cercana a la esencia liberal-capitalista, por la cual la administración del poder rutinario quedaba en manos de expertos burócratas.

Desde luego que la racionalización o institucionalización de un orden político surgido de un conflicto armado y el consiguiente régimen autoritario no es un terreno yermo o inexplicado. Siguiendo de cerca la senda weberiana, García-Pelayo (1982, p. 91) expresó cómo la típica etapa evolutiva en la que regímenes basados en el carisma del líder tienden a crear estructuras que permitan manejar el complejo social. Es precisamente entonces cuando el aparato burocrático emerge para mantener en el tiempo una dominación carismática o tradicional, que de otra forma no podría sobrevivir. Y menos aún en un espacio determinado por las fuerzas políticas occidentales de la Europa de posguerra.

Es así que en cualquier régimen político iniciado desde la espontaneidad creadora del carisma no tiene otra vía de supervivencia, finalmente, que constituyéndose como un sistema burocrático de normas racionales e impersonales. Un líder caudillista podría incluso, con una terrible fuerza de dominación, llegar a mantener un sistema político con la mínima interferencia institucionalizadora; sin embargo, a la indefectible muerte del portador del carisma, sus sucesores tienen que acudir a una organización más rígida y formal, con el fin de preservar y propagar sus mandatos (García-Pelayo, 1982). Esto es exactamente lo que ocurre en el fondo del proceso de institucionalización franquista. Y por ello era vital, en la batalla entre familias franquistas, agenciarse el rol de única posibilidad de supervivencia ante Franco, lo cual fue resuelto finalmente por el hábil y bien preparado grupo de nuevos políticos surgidos no pocas veces de instituciones elitistas como el Opus Dei. Estos, por supuesto, quedaron beneficiados de alguna manera por la situación epocal ya mencionada.

Con todo este bagaje, la España de Franco llevó a cabo su propio proceso de racionalización desde la instauración de la nueva Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, aprobada en 1957. La creación de una especie de primer ministro (Ministro Subsecretario de la Presidencia), por ejemplo, siguiendo el artículo 14 de esa ley, responde para Antonio Cañellas (2016, p. 216) a un modelo de eficacia administrativa que tiende a la desconcentración de competencias de Franco, que si bien mantenía centralizada la estructura de poder en su persona, introducía “un instrumento colaborador que autolimitara algunas funciones en beneficio de una mayor sistemática”. Este es uno de los ejes más relevantes, pues se describe cómo la descentralización del mando puramente político en unos órganos de gestión más “neutrales” -adaptados a los nuevos tiempos, con un tono empresarial- pero manteniendo todo el poder (virtual, retórico) en el designio unívoco de Franco. Este nuevo modo de operar a la manera europea se acercaba, según Villoria (1999), al modelo ideal de burocracia racional:

la administración franquista se intentaba acercar bastante a los rasgos típicos del modelo ideal de burocracia weberiana: jerarquía, procedimientos escritos, selección por mérito, neutralidad política, impersonalidad, etc. Con una pequeña diferencia con respecto a la burocracia propia de un sistema democrático: las directrices políticas y las propias leyes eran, en gran medida, también aprobadas por los propios burócratas de élite. (p. 103)

Y la élite política mencionada juega un papel fundamental en el relato del franquismo, por cuanto que la historia política franquista es fundamentalmente la historia de su poder ejecutivo (Álvarez, 1984). Todo el proceso de institucionalización, con las directrices que se han ido indicando hasta ahora, se definen en la clara determinación de los protagonistas del proceso por destinar el Régimen hacia una forma política concreta: la de una Monarquía tradicional y católica. Porque el inicio de la institucionalización significó una importante batalla ganada por parte de los monárquicos franquistas.

| Institucionalización como permanencia |

Una batalla ganada en torno a dos combatientes que servían a unos mismos ideales de fondo. ¿De qué se trataba, si no? Pues realmente el paso a la institucionalización solo se disponía con el fin de perpetuar un Régimen igualmente católico, reaccionario, autoritario e inmovilista, pero en la forma concreta de una monarquía. ¿Por qué el cambio de una dominación a otra puede suponer algo tan trascendente, más allá de la mera rutina organizativa del poder? Precisamente por jugarse la superioridad de un grupo dentro del seno franquista con unos planes ideológicos y culturales diferentes del grupo tradicional falangista.

Para Cañellas (2016, p. 196), de nuevo, la institucionalización respondía a una “vía indirecta” de la política (es decir, la vía administrativa) por la que hacer prevalecer una opción ideológica que se estaba aparejada al círculo ideológico del que formaban parte los nuevos ministros. Esta era la de la modernización técnica del país, lo que significaba fundamentalmente la apertura de la óptica empresarial a los procedimientos políticos, con gran peso de la economía nacional. La opción desechada, el viejo falangismo estatalista, quedaría sin opciones (culturales e ideológicas) ante el envite modernizador (económico). El proceso de reforma político-administrativa se dirigía contra la estructura partidista y totalizadora -y en ocasiones arcaica- del Movimiento.

Es cierto que esta concepción de la política será criticada por sectores del Régimen que querían reponer al franquismo metas más politizadas y menos burocratizadas, aunque también serán objeto de crítica desde sectores que empezaron a abogar, en los años 60, por un modelo más aperturista de Régimen, en la línea de los Estados parlamentarios europeos. Tampoco es ningún secreto que el contexto mundial fue clave en todo este proceso, por el cual el franquismo se adaptó una vez más al estilo más propicio para su supervivencia, y empezó entonces a trabajarse una imagen de progreso y “sin renunciar a su legitimidad de origen -la victoria- insistió en una especie de legitimidad de ejercicio” (Juliá, 1998, p. 13).

En todo caso, que desde sectores monárquicos cercanos al integrismo se reformaran e introdujeran los parámetros con los que capacitar administrativamente al Estado no deja de tener una direccionalidad extraña: la tendencia hacia la organización burocrática empresarial no se desprendía del mismo seno estatal, sino que siguió un camino opuesto, por el cual el espíritu de empresa irrumpió en la modelación del país (Bañón, 1978, p. 53). A partir de ahí, es necesaria su implementación para adecuarse al ritmo de las sociedades contemporáneas. De hecho, las nuevas leyes que reformaron la administración se inspiraron en el modelo de la Oficina de presupuesto de Estados Unidos, en el intento de López Rodó de trasponer las medidas de la actitud empresarial a las del Estado. La visión organizativa del país como unidad productiva, en un sentido todavía sansimoniano, dirigida a la pura administración de las cosas, es lo que acrecienta, según Moya (1984, p. 175) la necesidad económica que, sin ser esta un punto esencial en el proceso burocrático primigenio, es una característica de cierta afinidad estructural. “El capitalismo requiere una administración burocrática, aunque burocracia y capitalismo hayan surgido de raíces históricas distintas”, afirma Joaquín Abellán en su introducción a la Sociología del Poder de Weber (2016, p. 38). La vinculación entre reformistas burócratas del Régimen y la tecnocracia de los Planes de desarrollo es suficientemente claro. De algún modo, era la vía “natural” de continuación del proceso iniciado desde la pureza política. Se entiende, pues, que el cambio de rumbo en el Régimen franquista haya sido asociado, demasiado descuidadamente quizás, al proyecto tecnocrático en sí mismo.

Siempre dependiente del parámetro económico, la tecnocracia se define normalmente como la sustitución de los políticos por expertos en un campo concreto, que conlleva una modernización de las pautas políticas tradicionales y una desmedida entrega en pro de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, es la misma esencia burocrática la que puede corroer la tríada gobernantes-burocracia-gobernados (burocracia como transmisor organizador), típica de los sistemas de teoría política clásica, en la simple fórmula de burocracia-gobernados: “la dominación burocrática puede dejar de ser la dominación ejercida a través de un apartado administrativo (conforme al concepto riguroso inicial) para convertirse en algo conceptualmente tan anómalo, y al tiempo tan real, de una dominación ejercida por un aparato administrativo” (Nieto, 2002, pp. 420-421). Esta ausencia de un paso intermedio, por la cual la burocracia asume las pretensiones políticas, muestra como innecesario el típico rasgo tecnocrático al que usualmente se acude siempre que hay una pérdida de esencia política clásica.

Por eso creo preferible guardar el concepto de tecnocracia para las situaciones en que prima el estadio económico sobre el político, si bien ambos comparten un suelo teórico fundamental20. Por otro lado, estoy de acuerdo con Francisco Javier Paniagua (1977) en que España no hubo tanto esa tecnocracia pura, de raigambre estadounidense, sino la racionalización de un sistema jurídico con el objetivo de ordenar las exigencias económicas pero siempre como un criterio político. Por ello este estudio responde al análisis del proceso burocrático-administrativo que, bajo el auspicio político, no solo permitió un crecimiento económico (más allá de la tecnocracia) sino que sentó las bases de la integración al modelo europeo de política interestatal.

Por otro lado, completando cómo se planteó este nuevo rumbo político, hay que señalar que López Rodó (1970, p. 143), principal arquitecto de estas leyes institucionalistas, creía en el tipo de organización legal y su administración burocratizada, pero para él la administración no tenía como fin sustituir a la política: “no creo en una Administración aséptica, despolitizada, porque, como dice Carl Schmitt, ‘huir de la política es huir del Estado’”. López Rodó advierte, mediante un velado símil kantiano, que una administración sin política carece de rumbo, y mientras que la política sin Administración quedaría en vana palabrería.

En esta reflexión, que fue lanzada en su discurso en las Cortes exponiendo la Ley de Procedimiento administrativo de 15 de julio de 1958, se puede apreciar cierta impostura en el modo en que Rodó cita a Schmitt. Teniendo en cuenta el estadio político que estaba en el horizonte de Schmitt en la época, uno de los peores sucesos que podían pasarle a Europa es que su política quedara supeditada a la administración. Este es su diagnóstico para el destino del continente, pues se enmarca en plena época de las neutralizaciones políticas (Schmitt, 2016). Si bien es muy claro que la política es el alma del Estado, y que no se entendería un Estado sin ser un Estado político en sentido fuerte, la tendencia de Schmitt siempre fue evitar toda pérdida del sentido político, que él achacaba a la neutralización que estaba teniendo lugar en su época. Así, la época de la despolitización coincide precisamente con el auge de un aparato estatal demasiado mediatizado por la burocratización, ya que el proceso implica, de nuevo, una dependencia impersonal hacia la ley abstracta y positiva. El entroncamiento con los postulados weberianos se encuentra específicamente en el modo en el que la burocratización representa el proceso “de racionalización del que la ciencia no es más que un aspecto, conduce en última instancia a rechazar todas las religiones, valores metafísicos o tradicionales y explicaciones del mundo de la misma naturaleza, y todo ello precisamente para la desmitificación del mundo” (Mouzelis, 1991, p. 25).

Todo esto, más que acercarnos a una hipotética reducción burocrática o a los frutos de la tecnocracia se asemejan a las tesis del ideólogo por excelencia de la tecnocracia franquista, como fue Gonzalo Fernández De la Mora y su utopía “razonalista”. Fernández de la Mora (1965), más que servir a las realizaciones ideales de la racionalización weberiana, se acomoda en las explicaciones positivistas de las etapas ideológicas comteanas, si bien hay cierta equivalencia entre ambas. Aprovechando su auge, el proclamador del fin de las ideologías pretendió construir un sistema teórico basado principalmente en la racionalidad ligada al cientificismo y a la superación del “retórico” político por el “experto” político. ¿Qué, si no, -se pregunta Rodó (1970, p. 256)- “necesitan los pueblos en la era científica que nos ha tocado vivir? Desde luego, no retórica, sino realizaciones concretas; no palabras, sino desarrollo económico y social”.

Volviendo al propio proceso de reforma institucional, sin embargo, no se desprende necesariamente de aquel esta actitud tecnocrática de desideologización política y el mandato de los técnicos neutros, sino que esta visión de reforma técnica quiere garantizar la continuidad de un sistema ideológicamente tradicionalista deudor de la España surgida del 18 de Julio para blinde el sentido autoritario del Régimen, tal y como se expuso anteriormente. Más allá de cualquier otra pretensión ideológica e ilusamente ambiciosa, este nuevo sistema burocratizado no buscaría sino la permanencia del régimen franquista a través de la modernización de su estructura administrativa alejada de las viejas pretensiones políticas más basadas en el imperialismo y el caudillismo falangista. La crítica de los antiguos sectores del Movimiento provendría de esta impersonal sistematización administrativa, tal y como recordaría Conde. Por lo demás, se aseguraba la pervivencia del franquismo, por lo que se entiende que lo que en el fondo se juega es la batalla político-cultural de “cómo debe ser el nuevo Estado franquista”.

Pero también es cierto que el sentido de esta etapa racionalizadora (desarrollista, “tecnocrática”) ha solido ser explicada exclusivamente desde estos parámetros como mera lucha ideológico-cultural, sin atender tanto al proceso de burocratización -todo lo que se ha expuesto hasta ahora aquí, desde la teorización del caudillismo hasta la institucionalización más cercana a la racionalidad política- que da pie al cambio político real (a lo máximo que se podía aspirar sin destruir el franquismo) y que condiciona la parte económica, no siendo este el motivo último sino una característica más del pensamiento racionalizador surgido de las cabezas de la reforma del 57.

| Conclusiones |

Como se ha podido observar, el proceso de institucionalización burocrático franquista, iniciado en 1957, constituye un cambio fundamental en el modo de entender su política interna en tanto que revierte la tendencia falangista en favor de una burocratización ligada nuevos objetivos de legitimación. La característica que posibilita el cambio político fundamental se encuentra en las bases de la organización política misma y en el tipo de legitimación a la que accede el franquismo una vez completadas las reformas administrativas y jurídicas. A su vez, esta nueva forma de entender el juego político está en consonancia, siguiendo a Weber, con una dominación legal-racional. El proceso de burocratización política va ligado además a la institucionalización del Régimen, en tanto que la estructuración en un Estado basado en leyes tiende a limitar el poder unilateral que pudiera ser auspiciado mediante otro tipo de jurisprudencias basadas en el caudillismo.

Por otro lado, el contexto internacional es clave porque premia la visión empresarial y económica que imprimían los grupos católicos y monárquicos por encima de pretensiones todavía revolucionarias y totalitarias. Es por eso que la “ventaja” ideológica que poseía el sector integrista (nacional-católico, monárquico) fue un factor diferenciador principal en su éxito, sin perjuicio de que todos los sectores que componían el corpus político franquista abogaran lealmente por el mando de Franco y se respetaran los valores del 18 de julio.

Por último, queda patente que este proceso de burocratización es específicamente político, y por ello tiene que estudiarse como tal; su prolongación económica no debe adulterar las raíces y motivaciones del proceso anterior. Por ello el término tecnocracia debe emplearse de forma más acotada, en referencia en todo caso a los planes de desarrollo y diferenciándose de la nuda burocratización, para así no encerrar alegremente, bajo el epíteto de “tecnocracia”, todo aquello que revista en el franquismo de un tono racionalizador, modernizador, desarrollista o simplemente económico.

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| Nota biográfica |

Juan Carlos Sales es doctor en Historia Política (sobresaliente Cum Laude, mención internacional). Ha impartido docencia oficial en el Departamento de Historia, Geografía y Arte de la Universitat Jaume I, donde además ha contribuido con publicaciones a conferencias y congresos -tanto nacionales como internacionales- y artículos en torno a la historia de España, el hispanismo y la filosofía contemporánea.

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Recibido/Received: 09/11/2023
Aceptado/Accepted: 15/01/2024

1 Este artículo se enmarca dentro del programa de Formación del Profesorado Universitario, con referencia FPU16/04193, desarrollado en el grupo de investigación Historia Social Comparada de la Universitat Jaume I.

2 BOE, 27 marzo de 1942, núm. 86, pág. 2163. Para el acta de creación de la nueva subsecretaría, ver BOE 7 marzo de 1942, núm. 66, pág. 1643 y Diario Oficial del Ministerio de Marina, núm. 56, pág. 300. La información de Jesús María Rotaeche puede encontrarse en: Archivo Histórico Nacional, expediente n.º 607 (moderno) de la Orden de Santiago del Almirante de la Armada Don Jesús de Rotaeche y Rodríguez de Llamas, Menchacatorre y Cigarán, 1925.

3 Según la bibliografía centrada en la existencia histórica de la burocracia, el cuerpo administrativo que provee al Estado con un grupo organizativo suele caracterizarse por un sentido tan profesional como fiel a la ideología y el poder del mismo. Ver: Nieto (2002) y García-Pelayo (1982).

4 Las tres referencias bibliográficas utilizadas en este párrafo se corresponden con algunas de las contribuciones más relevantes y actuales en la explicación de la etapa “tecnocrática” del franquismo, y que aquí se ha superpuesto en la explicación sobre el proceso de burocratización con el objetivo de resaltar las dificultades conceptuales de su diferenciación.

5 “Franco’s Spain, especially in the period 1959-75, has been defined as a government of bureaucrats…” (Dahlström y Lapuente, 2017, p. 81). Por otro lado, la participación en la discusión del rumbo de la política estatal de estos “burócratas” que se situaron en la cúspide del poder franquista venía primada por su misma vinculación con el Estado. Ver Bañón (1978, pp. 65-66).

6 Entre los más importantes: Moradiellos (2016); Gallego (2014); Álvarez Bolado (1999).

7 De hecho, los miembros de la Organización sindical no eran funcionarios del Estado, sino que -al menos jurídicamente- lo eran del Partido. Ver: Bernal (2008, pp. 419 y ss.).

8 Esta es la manera weberiana de ordenarse en las variantes como “dominación legal” u “ordenación racional-burocrática”, y que solo a partir de las reformas de los años 50 pueden verse como tales debido a la institucionalización legal, si bien quedan lejos del paradigma parlamentario desde el cual Weber concibió este modo de ejercer el poder dentro los estándares propiamente europeos.

9 Este orden metodológico se recoge del magisterio de Manuel García-Pelayo (1982, p. 24), promulgado en su clásico libro Burocracia y tecnocracia.

10 El desarrollo longevo de las características políticas en Weber, especialmente en su relación con la organización y la burocracia, puede rastrearse asimismo en Weber (1972, 2008). Ver también Nieto (2002, p. 414): “Resulta preciso afirmar ya por adelantado que toda dominación es un fenómeno político y, en consecuencia, que la dominación legal, expresada a través de una organización (presupuesto de la Burocracia), presenta también de forma inequívoca esta naturaleza”.

11 En el tipo de obediencia hacia el poder (Macht), Weber (2016, p. 69) distingue claramente entre Herrschaft y Autorität. El primero corresponde al modo en que la sociedad está en condiciones de aceptar el mando político en cuestión, de acuerdo a parámetros diversos pero siempre voluntariamente. El segundo consiste en el acatamiento al poder por la mera imposición, donde el poder del gobernante se detenta a través de la fuerza o coacción. Por eso aquí no se va a hablar de la dominación por represión directa (tema que ha sido profusamente investigado dentro de la historia del franquismo) sino de cómo se da una legitimación positiva ante la sociedad y antes los demás Estados.

12 No pocos han sido los ensayos destinados a desentrañar esa extraña esencia ideológica del franquismo por la cual se entremezclaban fascismo y nacional-catolicismo. Quizás el intento reciente más sistemático en este aspecto sea el ya citado libro de Ferrán Gallego, El evangelio fascista.

13 Esta es la lectura de las lecciones políticas de Hobbes, iniciador de una libertad de conciencia privada que a la postre criticaría (en su deseo de rectificarla) Carl Schmitt y su renovada teoría del Estado. Ver Schmitt (2008).

14 Se le incoó una pena cuando, a su vuelta en 1937 a España, se le adscribieron ciertas actitudes izquierdistas (Molina, 2011, p. 7). Antiguo alumno de un jurista miembro del PSOE, Duque (2012 p. 209) lo adscribe al grupo de “conversos” del franquismo.

15 Como vemos, Conde retuerce el prisma weberiano hasta hacerlo compatible con las convicciones que necesitaba el Régimen en esta precisa etapa histórica. Según Félix Duque (2012, p. 213), Conde invierte el orden weberiano de legitimidades: “Se pasa de una legitimación tradicional (fundada en la creencia habitual en la santidad de quien posee el mando por delegación divina) a otra racional (más bien demoliberal, entendida como un ejercicio administrativo del poder), y se desemboca en fin en una legitimidad carismática (basada en la devoción extraordinaria que siente el pueblo, identificado con su caudillo por el carácter ejemplar y el temple heroico de su persona)”.

16 Nótese: “por medio de”, es decir, como fundamento de la legitimación; esos elementos (tradición, culto al Caudillo cercano a la religión política) siguen siendo, sin embargo, los pilares o “fines” del Régimen que permanecerán incluso tras la institucionalización.

17 En este caso probablemente pueda entenderse porque Villoria centra su investigación en el periodo de la Transición y sus necesidades democráticas, más que en las bases jurídicas franquistas.

18 Dejaremos en este artículo el debate acerca de la “despolitización” que supuestamente se produjo durante los años 50 en España, y que usualmente ha sido emparentada con el auge de la época tecnocrática del franquismo. Y esto no solo porque habría que hablar de cómo un gobierno tecnocrático se puede desligar de la función política, como si todo gobernar -por muy neutral que se pretenda- no implicara unas inevitables premisas políticas; sino que, en un orden incluso más amplio, se estaría obviando una de las finalidades que el propio Franco quería para su régimen: la desmovilización de las masas en un momento acuciantemente tenso en cuanto a ideologías y organizaciones políticas. Esto es, una vuelta a la antipolítica, a la “despolitización” de los españoles (Giménez, 2014b, p. 94).

19 Este proceso ha sido explicado, entre otros, por Preston (1994) y Soto (2005).

20 Interesante la separación que establece García-Pelayo (1982, pp. 32 y ss.) entre racionalidad jurídica y racionalidad técnica, donde la primera corresponde a la organización de la burocracia y la segunda a la racionalidad específica de la tecnocracia (y que obviamente, aun estando separadas, están relacionadas).